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Hace unas pocas semanas la muerte sorprendió al destacado historiador americanista británico John Fisher. Cuando el Secretario de AHILA me pidió amablemente elaborar una nota sobe él, mi primera intención fue exponer sus logros académicos, que fueron muchos, y hacer una apología de su vida profesional. Pero al empezar a escribir, los recuerdos afloraron y escribieron su propia historia.
John nació en un pequeño lugar al norte de su amada Inglaterra, llamado Barrow-in-Furness. Su inteligencia y disciplina lo llevaron a ganar una beca para estudiar en Londres y ahí cosechó sus primeros éxitos como investigador. Más tarde, se integró al equipo del Departamento de Historia de la Universidad de Liverpool y debido a su gran capacidad de trabajo y a sus dotes naturales de liderazgo, le fue encomendada la misión de organizar y dirigir el novedoso Instituto de Estudios Latinoamericanos de la misma Universidad. Desempeñó el cargo con gran éxito durante más de 20 años, hasta que en 1999 se vio obligado a renunciar por motivos familiares. Fue durante esos años memorables que dirigió mi tesis de doctorado con gran compromiso y dedicación, que le agradeceré siempre.
Más tarde John aceptó volver a ser director un año más, solo para poder reorganizar el Instituto y allanar su fusión con el Departamento de Lenguas Modernas y así conformar la Escuela de Cultura y Estudios Latinoamericanos (SOCLAS, por sus siglas en inglés), de la que siguió formando parte hasta su jubilación en 2008. Para ese momento, John había escrito casi 30 libros, más de 200 artículos y había dado innumerables conferencias alrededor del mundo, cosechando todo tipo de premios y distinciones, entre las que destaca la de Gran Oficial de la Orden del Sol, otorgada por el gobierno del Perú, país al que dedicó la mayor parte de sus estudios y donde cosechó amistades entrañables y duraderas.
John fue un hombre íntegro y leal a sus principios, sin que ello le impidiera disfrutar de la vida. Aunque era serio y firme en sus convicciones, tenía un agudo sentido del humor; de ese humor que solo poseen las inteligencias brillantes, por lo que a veces puede resultar un tanto incómodo para los más sensibles. Le gustaba comer bien y disfrutaba probar cosas nuevas, aunque su preferida siempre fue la comida española. Nunca se resistió a una botella de Rioja, acompañada de un buen jamón de pata negra y un poco de queso manchego. Era un gran cocinero, su paella fue una de las mejores que he probado, junto con el ganso al horno que solía cocinar en Navidad.
Era conversador formidable. Recuerdo con especial emoción nuestras tardes en alguna terraza, cuando lográbamos escapar de sus múltiples compromisos profesionales o durante alguno de los muchos congresos en los que participamos juntos, mientras disfrutábamos de algún platillo local y durante las cuales me relataba sus vivencias durante la Semana Santa en Sevilla, rodeado de grandes amigos, sus anécdotas de infancia o las historias familiares, de esas que nos hacen ser lo que somos y apreciar la vida sencilla de donde muchos provenimos. También disfrutaba la música, no se perdía los conciertos en Philharmonic Hall de Liverpool. Era buen bailarín, aunque creo que a primera vista no lo parecía. Alguna vez una amiga me preguntó si él bailaba o si le gustaba reír, porque normalmente lo veía con un gesto serio y hasta adusto durante las reuniones de trabajo. Él era así, decía que prefería ‘ir de perfil bajo’, aunque ello era imposible debido a su gran personalidad, esa que le llevó a ser apodado ‘El Padrino’ entre los colegas y estudiantes del Instituto de Estudios Latinoamericanos, o ‘El Emperador’, en otros ámbitos académicos y no académicos, donde se comentaba que si se sentaba en un banco, su actitud elegante lo convertiría de inmediato en un trono.
Ese era John Fisher, el amigo de sus amigos, el académico incansable que con su investigación, su enseñanza y su participación en congresos y simposios contribuyó a la construcción y fortalecimiento de su disciplina en diferentes continentes; que supo alejarse de quien le hizo daño al igual que se acercó a quien le necesitaba, el maestro querido y respetado, el colega entrañable, el amigo generoso, el hombre admirable que cuidó de su primera esposa durante su enfermedad, el ser humano que supo vivir a plenitud y no dudo en reconstruirse y continuar llenando su vida de amor y de serenidad después que ella partió.
Ese era mi mentor, mi maestro, mi amigo, mi cómplice, mi esposo, el hombre de mi vida. Gracias, amigos y colegas, por permitirme compartir con ustedes estas palabras en la espera de que los que lo conocieron lo recuerden y los que no, los más jóvenes, se hagan una idea de quien fue uno de los pilares en la construcción de nuestra querida AHILA. John Fisher nos ha dejado, pero su legado, como el de todos los grandes, vivirá por siempre en cada congreso, en cada tesis defendida, en cada libro publicado, en cada descubrimiento en algún archivo histórico y, para muchos de nosotros, en cada copa de Rioja.
Cuernavaca, México, febrero de 2025.
Natalia Fisher